jueves, 27 de junio de 2013

Los estatutos mediáticos de verdad: el caso de Ángeles y el de Candela


*Actis, María Florencia - Observatorio de Medios, Comunicación y Género - Laboratorio de Comunicación y Género, FPyCS.
El femicidio de Ángeles generó una notoria conmoción e impacto mediático, no sólo por las características del crimen y el trágico desenlace, en un predio del Ceamse en José León Suárez; también por reavivar los pedidos de seguridad equivalentes a un mayor control policial y endurecimiento punitivo. Las crispaciones y reflexiones que genera este tipo de hechos, generalmente no están orientadas hacia la sensibilización y dimensión de la violencia de género, al grado de tolerancia y naturalización social que existe en torno a esta forma particular de violencia. Muy por el contrario, reconocen a la clase dirigente como única responsable del hecho, obnubilando la raíz de esta problemática histórica, sustentable en el tiempo por mecanismos de reproducción, también a pequeña escala.
La clase y el género
Las características de la cobertura mediática del caso de Ángeles, debe explicarse por la intersección de las condiciones de género y clase. Para los medios hegemónicos, a razón de los indicadores de clase –proveniente del barrio porteño de Palermo, de familia de nivel medio-alto, de padre ingeniero y militante del PRO- inmediatamente fue nombrada “la nena”, “la adolescente”. De hecho, más de un sitio web, ha destinado la totalidad de una nota a describir los progresos profesionales de Franklin Rawson, su padre. “Actualmente, ocupa el puesto de jefe de compras de Techint, pero su currículum es amplio. Trabajó para importantes empresas como la petrolera Shell,  Johnson Controls Automotive y Roche Pharmaceuticals, entre otras. Siempre ocupó puestos jerárquicos”. El status social y económico de  los/as Rawson, pareciera influir en la designación que se hace de la víctima, en los aspectos de su vida íntima que se revelan o se omiten, en las fotos que se muestran, básicamente, en la ética periodística.
Distinto fue el abordaje del caso Candela Rodríguez de ocho años, de Villa Tesei, que fue encontrada asesinada el 22 de agosto de 2011. Varias de las imágenes que se muestran de la víctima –chica de barrio, de familia humilde-, exhiben el perfil de una niña sexualizada. Las principales versiones que manejaron los peritos, fue la del ataque sexual por un lado que, por la publicación de fotografías “sugestivas” y referencias a un supuesto “encuentro” de la menor con el que resultó ser su secuestrador, dejan un margen de desconfianza respecto de Candela y relativizan su consentimiento. Las prácticas o intenciones sexuales no reproductivas en una niña constituyen  un objeto de pánico moral doblemente censurado: por desobedecer a los mandatos esperados no sólo por su género, sino también por su etapa madurativa. Otra de las conjeturas centrales fue la de un arreglo cuentas con el padre de Candela, resaltando la hipotética inmoralidad por parte del progenitor al estar involucrado en negociados turbios y con el mundo delictivo, haciéndolo indirectamente responsable del crimen de su hija. En este caso, la desconfianza aparece por el componente de clase, que no sólo se reduce al nivel de ingresos, sino también al acceso a determinados bienes culturales, a la incidencia en ciertas prácticas y circuitos.
En líneas generales, el caso de Ángeles resulta una oportunidad para tematizar la retórica de la inseguridad, identificando la familia damnificada como la prototípica de buenos/as ciudadanos/as; mientras el caso Candela, puso en duda la moralidad de su familia, otorgándole vinculaciones con el crimen organizado,  ratificando operaciones de estigmatización social de la pobreza.
En una editorial del diario La Nación del día 13 de junio, a propósito del femicidio de “la niña”, se reflexionó en torno a la destrucción del entramado social que está produciendo el garantismo penal, proponiendo el endurecimiento de las penas y la privación de los derechos humanos para los/as delincuentes. En el análisis de las condiciones materiales de inseguridad que favorecieron a la concreción del asesinato, reconoció las siguientes falencias estructurales materiales y decisivas: “Las cámaras de seguridad sirven como prueba, pero no han evitado que se cometan los más variados atropellos (…) el desempeño policial es posterior a los acontecimientos (…) falta prevención, trabajo conjunto entre los distritos y las distintas fuerzas de seguridad.”
Vale repensar las cadenas simbólicas que construyen el significante seguridad en esta clase de discursos, de dónde provienen y en qué derivan, qué niegan. El estado de inseguridad en que transcurren su día a día las mujeres -agresiones abiertas tanto verbales, físicas psicológicas y sexuales- en el espacio público y el privado, es englobado e indisociado junto con robos simples o calificados, ya sean salideras bancarias, asaltos comerciales, incautación de estupefacientes; desfigurando las problemáticas particulares que encierra la violencia de género.  Más allá de “la tasa anual de femicidios”, sus formas de ejecución, la concepción masculina sobre el valor de la vida de las mujeres y el derecho “natural” de apropiación de su sexualidad y sus cuerpos que se adjudica, resultan factores comunes. Violencias simbólicas que son posibles y estables por  la sujeción, identificación y apropiación de prácticas sociales y patrones de conducta, propuestos por la sociedad patriarcal, tanto para varones como para mujeres. Estos procesos “identitarios” se asientan por reiteración desde la infancia y a lo largo del tiempo, pero nunca son absolutos, completos, ni existen de una vez y para siempre. Contrariamente, en cada nueva situación en que la llamada performance de  género se reactualiza, emerge paralelamente nuevas posibilidades fuga, de quiebre y amenaza de su continuidad. (Butler, Laclau, 1999). Esta perspectiva política de análisis de los fenómenos sociales –abierta, contingente y provisoria- es realista, en el sentido que reconoce el alcance y la eficacia de la subjetividad machista en  las relaciones interpersonales, pero optimista porque desconfía de la aparente rigidez  y fatalidad de las estructuras vigentes; porque, en definitiva, admite y apuesta a la transformación de los sujetos  y las sociedades.




Butler Judith y Laclau Ernesto (1999), “Los usos de la igualdad”, Debate Feminista, año 10, volumen 19, abril, México D.F.

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